
Entonces llego a Altavista y desciendo del colectivo. Bye, bye, nazi eyes.
Camino a la plaza, rumbo a Tower Records (PELIGRO, PELIGRO) en mi cartera –arropada y protegida- mi tarjeta de débito espera el momento de saltar al mostrador como un perro rabioso. Yo entonces recorro los pasillos y veo un disco en vivo de Gene Loves Jezabel a buen precio (mis manos listas, como las de un cowboy al momento del duelo); encuentro un libro conmemorativo de Lennon -500 pesos- con distinta memorabilia, incluidas versiones facsímiles de algunas canciones. Si viene Watching the wheels, lo llevo (People say I’m crazy); Bowie casi brilla por su ausencia, los que se venden ya los tengo. Se me olvidan los discos pendientes que había prometido regalarme y salgo con las manos vacías, tal como un boxeador que ganó una pelea comprada.
Pienso en hace cuánto no voy al cine, y para mi sorpresa, veo que exhiben una de Jim Jarmush: Flores rotas. Entro. La tercera fila, mi favorita, vacía. De pronto me asaltan miles de recuerdos, me veo a mi mismo en mis años universitarios, cuando quería ser cineasta y aplicaba el método de Wim Wenders. Es decir, cómo no estudiaba cine, mi escuela eran todas las salas a mi alcance. Me recordé faltando a clases –Ciencias de la Comunicación- y yendo diario a los distintos cine clubes de la UNAM, la librería el Sótano, la sala (San) José Revueltas, la cineteca, el cine Mariscala y varios más (los hermanos Almada también me dieron valiosas clases: cómo no hacer cine). Me recuerdo con mis amigos y mis novias de entonces. Me veo guapo y delgado, sonriente, disimulando dulces erecciones cinematográficas, besando a M, F y A (no diré sus nombres). Cada una en distintos momentos de mi vida, por supuesto.
Me veo con M, la mujer discreta, inteligente y seductora, mordiendo su oreja en Casablanca: “Here’s looking at you kid”; con F -mi siempre hermosa F- tan bella por fuera como por dentro, cinéfila más avanzada que quien esto escribe, sensual y más divertida que nadie: “Nobody expects the Spanish Inquisition”; y con la ronca y sexy A, gemela de Sharon Stone, con ella me veo tomado de la mano, viendo –y viviendo- una historia de Dickens: "It's my heart, and its broken".
Ahí estoy, con ellas (y con la primera de todas, la loca peligrosa –y pelirroja- de C), mujeres que se cruzaron en mi vida y la cambiaron con su toque mágico. Me veo con ellas y casi escucho el ronroneo de un cinematógrafo que mientras yo bebo de sus labios, me bautiza como cinéfilo, mediante imágenes inolvidables: Michael Corleone cuando se corona como padrino, Rick Dekard dándose cuenta que es un Réplico, Jim Stark saltando del auto antes que llegue al barranco y el bello Marcelo, al momento de azotar a sus concubinas, asistido por Wagner. Termina el flashback y desaparece mi harem.
Robert De Niro engordó para ser Jack La Motta en Toro Salvaje, yo lo hice para interpretarme a mí mismo a la edad de 31 años. Y ahí estoy, en la sala, sin nadie a mí alrededor. Borracho y con agruras. De pronto me siento solo, extraño a mi versión joven y pienso en lo agradable que sería estar en esa sala con mis antiguos amores y mis viejos amigos ¿Habré perdido mi encanto? ¿Tuve encanto alguna vez? Sonrío para mi mismo y me lamento por no haber pasado de contrabando alguna bebida punzocortante, de haberlo hecho, hubiera brindado con ese Rogelio medio puto que bebía como fichera para no emborracharse. Y me habría sobado la panza, diciéndole que el encanto sigue aquí, más discreto, pero también más efectivo. Él me habría pedido consejos para que su noviazgo con F no se le escurriera de las manos como un pez vivo. Y yo me había hecho pendejo para robársela, para seducirla con mis artilugios licántropos que he refinado con el tiempo.
Aunque quizá me habría rechazado como B –con quien estuve en este mismo cine, en Altavista- y otras tantas. Comienza la película, y sin saberlo, estoy a punto de ver una obra de arte, misma que será motivo de mi próxima entrega.
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