Uno de mis mejores amigos de siempre se llama Francisco Ramírez. Cuando nos conocimos, era un niño de lentes, flaco y chaparrito, yo entonces estaba delgado y era el más alto del salón. Las apariencias engañan, aún con ese aspecto inofensivo, Pancho ya era un cabrón taimado y astuto (lo sigue siendo, pero ya es más alto) muy pasadito de verga. El papá de Francisco era un señor a toda madre que trabajaba en los Estudios Churubusco, y cada vez que se filmaba algo interesante, su vástago tenía oportunidad de ir a las locaciones y conocer a una que otra estrella de Hollywood, con lo que despertaba la envidia de todos los pubertos que íbamos con él en la secundaria.
En algún momento de los años ochenta, a finales de la década, México albergó la producción de Licencia para matar (Licence to Kill), una de tantas películas sobre James Bond. Así pues, una tarde al salir de la secundaria, el buen Francisco -que era y sigue siendo el fan más químicamente puro de James Bond- me invitó a los estudios Churubusco.
Y ahí estamos, dos adolescentes de trece o catorce años a las puertas de los estudios de cine, con la consigna de conocer a uno de sus héroes cinematográficos (a mi también me encantan esas películas). Conocer al mismísimo agente 007.
Pasar el primer filtro no fue difícil, pero al llegar al foro donde se grababan las escenas bondianas, los elementos de seguridad nos prohibieron el paso.
Pero la necedad y la fe de un adolescente no es poca cosa, así que Francisco y su servidor nos quedamos afuera del foro, esperando a que el ojete de seguridad se compadeciera de nosotros, o que en algún momento saliera Timothy Dalton o la bellísima chica Bond en turno, Talissa Soto, para pedirles un autógrafo o tomarnos una foto (sobra mencionar que yo iba con mis mejores garras y la chaqueta mental de que quizá necesitarían un extra)
Pero pasaron las horas, y al único que conocimos fue a un guey que salía de reparto en aquel horrible programa Papá Soltero, que finalmente, pretendía lo mismo que nosotros. Terminamos platicando con el actorcillo de marras –le cagaba César Costa- y escuchando las instrucciones del director desde lejos. Por lo que escuchábamos suponíamos que se grababa una escena de acción, pero no teníamos manera de saberlo.
De pronto fui a un baño ubicado afuera del foro. Como llevábamos horas ahí afuera, mi siempre noble vejiga había resistido al máximo, pero llegó un momento en que era precisa la evacuación. Y mientras orinaba a toda prisa, temiendo se abrieran las puertas del foro y yo perdiera mi oportunidad de codearme con mi héroe, llegó él (en este momento imaginen el tema de Monty Norman).
Alguien entro al baño y se ubico en el urinal de mi izquierda. Con suma discreción –no me gusta mirar a quien orina al lado mío- voltee a ver quien era y me encontré con un sujeto altísimo ataviado con un smoking negro y con un pequeño rastro de sangre artificial en la frente. El también volteo y nuestras miradas se encontraron. Ambos sonreímos.
Era Timothy Dalton, el James Bond en turno, el agente 007 con licencia para matar y al servicio secreto de su majestad. Orinando junto a mí.
¿Qué hacer en un momento como ese? ¿Qué decir? ¿Era muy puñal de mi parte sonreír como idiota mientas James Bond en lugar de encañonar su Walter PPK, se agarraba la verga?
Huelga decir que no se me ocurrió nada, y cuando el agente 007 se sacudía las gotas traicioneras (yo aún no terminaba) sentí que era mi última oportunidad de hacer algo. Quise entonces decirle “Mr. Dalton”, pero se me salió preguntar una idiotez “¿Are you mister…?
“Bond, James Bond”, contestó él, para luego esbozar una sonrisa chueca que me he esforzado en imitar toda mi vida y cerró uno de sus ojos azules para salir del baño mientras yo seguía orinando y pensaba en que nunca nadie me creería esta anécdota.
En algún momento de los años ochenta, a finales de la década, México albergó la producción de Licencia para matar (Licence to Kill), una de tantas películas sobre James Bond. Así pues, una tarde al salir de la secundaria, el buen Francisco -que era y sigue siendo el fan más químicamente puro de James Bond- me invitó a los estudios Churubusco.
Y ahí estamos, dos adolescentes de trece o catorce años a las puertas de los estudios de cine, con la consigna de conocer a uno de sus héroes cinematográficos (a mi también me encantan esas películas). Conocer al mismísimo agente 007.
Pasar el primer filtro no fue difícil, pero al llegar al foro donde se grababan las escenas bondianas, los elementos de seguridad nos prohibieron el paso.
Pero la necedad y la fe de un adolescente no es poca cosa, así que Francisco y su servidor nos quedamos afuera del foro, esperando a que el ojete de seguridad se compadeciera de nosotros, o que en algún momento saliera Timothy Dalton o la bellísima chica Bond en turno, Talissa Soto, para pedirles un autógrafo o tomarnos una foto (sobra mencionar que yo iba con mis mejores garras y la chaqueta mental de que quizá necesitarían un extra)
Pero pasaron las horas, y al único que conocimos fue a un guey que salía de reparto en aquel horrible programa Papá Soltero, que finalmente, pretendía lo mismo que nosotros. Terminamos platicando con el actorcillo de marras –le cagaba César Costa- y escuchando las instrucciones del director desde lejos. Por lo que escuchábamos suponíamos que se grababa una escena de acción, pero no teníamos manera de saberlo.
De pronto fui a un baño ubicado afuera del foro. Como llevábamos horas ahí afuera, mi siempre noble vejiga había resistido al máximo, pero llegó un momento en que era precisa la evacuación. Y mientras orinaba a toda prisa, temiendo se abrieran las puertas del foro y yo perdiera mi oportunidad de codearme con mi héroe, llegó él (en este momento imaginen el tema de Monty Norman).
Alguien entro al baño y se ubico en el urinal de mi izquierda. Con suma discreción –no me gusta mirar a quien orina al lado mío- voltee a ver quien era y me encontré con un sujeto altísimo ataviado con un smoking negro y con un pequeño rastro de sangre artificial en la frente. El también volteo y nuestras miradas se encontraron. Ambos sonreímos.
Era Timothy Dalton, el James Bond en turno, el agente 007 con licencia para matar y al servicio secreto de su majestad. Orinando junto a mí.
¿Qué hacer en un momento como ese? ¿Qué decir? ¿Era muy puñal de mi parte sonreír como idiota mientas James Bond en lugar de encañonar su Walter PPK, se agarraba la verga?
Huelga decir que no se me ocurrió nada, y cuando el agente 007 se sacudía las gotas traicioneras (yo aún no terminaba) sentí que era mi última oportunidad de hacer algo. Quise entonces decirle “Mr. Dalton”, pero se me salió preguntar una idiotez “¿Are you mister…?
“Bond, James Bond”, contestó él, para luego esbozar una sonrisa chueca que me he esforzado en imitar toda mi vida y cerró uno de sus ojos azules para salir del baño mientras yo seguía orinando y pensaba en que nunca nadie me creería esta anécdota.
2 comentarios:
Genial, genial.
Se me ocurre pensar en las personas que no conoceremos jamás por estar orinando. Je.
muy impresionante...
yo si te creo...
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