jueves, enero 5

Aventuras de un abstemio

Dejar de beber es muy sencillo. Y me atrevo a afirmarlo porque –parafraseando a Mark Twain- yo mismo he podido hacerlo muchas veces. Una de esas ocasiones fue hace como tres años. Entonces era freelance en un par de revistas y recién acababa de ingresar a la H. Escuela de Escritores. Era diciembre.
Por alguna razón yo sabía de un maratón de cine que se celebraría de la noche de un viernes a la mañana de un sábado. El tema: cine de terror mexicano. Los directores: el genial Juan López Moctezuma (que Dios lo bendiga, donde quiera que se encuentre) y Carlos Enrique Taboada. El lugar: el X Teresa Arte Actual, espacio de arte alternativo, favorito de chicos fondesa y artistas visuales con un entusiasmo por el arte que es inversamente proporcional a su talento (aunque admito haber visto algunas cosas interesantes ahí, dos o tres, a lo mejor cuatro).
Paréntesis, el X Teresa fue en otros tiempos el ex convento de Santa Teresa, y el lugar donde sería el cinito, era la capilla de dicho convento (a un costado de las ruinas del Templo Mayor con todo y su siniestra Coyoxautli). La idea de ver cine de terror en una capilla del centro con tales características era pocamadre, así que me armé con uno de mis abrigos, mis guantes cortados y un termo de café express que surtí en la cafetería Río de Donceles. Llegué, me instalé y me dispuse a ver joyas tales como La mansión de la locura, El niño de Piedra, Hasta el viento tiene miedo y Alucarda, entre otras.
Desgraciadamente, a medianoche todo valió madres. Un grupo de cretinos arribaron a la capilla; adolescentes tardíos disfrazados a retazos, con un look “alternativo” que oscilaba entre el hipismo coyoacanero y el snobismo condechi, que, para mi mala suerte, se sentaron detrás de mí. Ya saben, tipos que en lugar de descuidar su aseo, cuidan su desaseo (Enrique Serna dixit); que se tardan más en despeinarse –acomodándose la caspa en lugares estratégicos- de lo que tarda Carmen Campuzano en ponerse el maquillaje para disimular las crudas; usuarios de tenis sin calcetines y lentes pasados de moda, de mujer si son hombres y de hombre si son mujeres. Y sin aumento por supuesto.
A partir de ese momento, la sesión de terror se convirtió en un desplante de vulgaridades y pendejadas inaceptables.
Como seguramente era la primera vez que asistían a un cine club sin la enfermera (Mildred Ratched) o la trabajadora social, no tuvieron empacho en platicar y hacer todo tipo de ruidos: celulares, risas, y el sonido inconfundible de quien se sirve un trago con el ánimo de que se entere todo el mundo.
Segundo paréntesis, es increíble hasta donde llega la tolerancia para quien se asume a si mismo como un ser políticamente correcto. Nadie –solo yo- parecía estar a disgusto con los pendejetes en cuestión. Llegado el momento les pedí que se callaran. Fue inútil. Peor aún, la concurrencia me calló a mí (mi intolerancia escandalizó a varios) ¿En qué puto mundo vivimos? Me pregunté.
Como hacía un chingo de frío, ya había bebido mucho café y comenzaba a ponerme de mal humor (además eran un chingo de gueyes) y las películas que restaban ya las había visto, decidí irme con la misma dignidad de Bela Lugosi en Plan 9 del espacio exterior.
Sobreexcitado por la cafeína y sin dinero me vi caminando por el centro. Como era muy tarde para tomar el metro, llegué a una encrucijada: irme a mi casa en taxi, o aprovechar la ocasión –y el poco dinero que me quedaba- para meterme a un tugurio de mala muerte.
El 15 de Garibaldi me recibió con los brazos abiertos y –como es costumbre- con dos cervezas. Pero como yo no quería beber en ese tiempo me las metí a las bolsas del abrigo, como un cowboy. Me senté en una de las mesas y me dispuse ver el carnaval de joterías y aberraciones que suele deparar ese simpático bar.
Tercer paréntesis, los bares de travestis son muy divertidos.
Entonces lo vi bailando en la pista. Un viejo conocido de uno de mis trabajos burocráticos. No diré su nombre, pero ahí estaba él, bailando una canción de Thalía con una vestida, deshaciéndose en la pista como un trozo de mantequilla sobre un hot cake; feliz como nunca lo había visto en la oficina, ya que en el trabajo era un empleado gris y malhumorado. De pronto una vestida en hot pants pasó al lado suyo, y él la nalgueó d e forma obscena. Creí entonces que la vestida lo agrediría, pero todo lo contrario, cayó redondita y se sumó a la pareja de baile.
Una voz me susurró al oído, “Me regalas una de tus cervezas papi”. Era un travesti que vestía como Marisela (la dama de hierro). “Claro”, respondí y le regalé las dos. Te mereces un beso, me dijo, y me tomó de la cara y me introdujo la lengua en la garganta con un beso que habría avergonzado a Angelina Jolie.
Todo fue instantáneo, pero por milésimas de segundo vi como Marisela se convertía en Jorge Negrete y yo en Gloria Marín. Huelga sentir que me sentí mancillado (el Señor Hyde dijó en mis adentros "andale, por andar de mamoncito").
No necesitaba más señales para saber que era tiempo de marcharme y me encaminé a la puerta, ahí me encontré a mi ex compañero de trabajo flanqueado por sus dos vestidas. Pocas veces he visto a un hombre tan contento, tan varonil y seguro de sí mismo. Me saludó con un desplante de soberbia principesco.
Al cruzar el umbral del antro, la luz del sol me cayó como una ofensa imperdonable. Caminé por Garibaldi y con la luz de día, las calles parecían las ruinas de un bombazo sobre un basurero. A mis pies fui encontrando vómitos, y seguí un camino amarillo –de bilis- que me condujo a la plaza y luego al metro. Sentado en el vagón abrí mi termo y lo que quedaba de mi café estaba helado. Frente a mi se sentó un homosexual que lloraba y a quien le escurría sangre del tabique de la nariz (aunque era visible que lloraba de tristeza). Cerré los ojos y me hice el dormido.

No hay comentarios.: