Jueves por la tarde, estoy borracho. Me subo a un pesero –a San Ángel por favor- tomo asiento, y a pesar de los lugares vacíos, nadie ocupa los que están junto a mí. Eso me sabe a triunfo, iré más cómodo, cruzo la pierna y me estiro como un gato. Desde mi arribo, un fulano me mira con un gesto de desaprobación. Lo ignoro y me sumerjo en la lectura de Lolita, de Nabokov. Humbert Humbert abre la puerta de la habitación donde duerme la nínfula, decidido a saciar su pederastia y su amor loco. El tipo me sigue observando, lo se. Él no se da cuenta que he percibido su mirada acusadora, porque llevo lentes negros (en efecto, cuando hay luz natural leo con lentes negros) modelo Jack Nicholson. La mirada insistente una vez más, bajo la armadura negra por el riel de mi tabique nasal para dejar mis ojos al descubierto. El susodicho se esconde tras un libro. Leo en la carátula Los Protocolos de los sabios de Sion. Sonrío y se despierta mi curiosidad: estoy frente a un nazi de pacotilla -1.70 m, tez morena, unos 65 kilos- en proceso de formación. ¿Qué pudo haberle molestado de mi persona? ¿Estar borracho, leer Lolita, ir vestido de negro? ¿Habrá pensado que Nabokov era judío? ¿Sabría –lo dudo mucho- que Nabokov era de origen ruso? Regresé a las páginas. De nuevo la mirada insistente. Pensé, si llega a decirme algo, por mínimo que sea, le arrebato el libro y lo tiro por la ventana del microbús (al libelo, por supuesto) no sin antes decirle en su cara que es un ignorante y un pobre diablo. ¿Golpes? No lo creo, yo mismo lo hubiera evitado.
Entonces llego a Altavista y desciendo del colectivo. Bye, bye, nazi eyes.
Camino a la plaza, rumbo a Tower Records (PELIGRO, PELIGRO) en mi cartera –arropada y protegida- mi tarjeta de débito espera el momento de saltar al mostrador como un perro rabioso. Yo entonces recorro los pasillos y veo un disco en vivo de Gene Loves Jezabel a buen precio (mis manos listas, como las de un cowboy al momento del duelo); encuentro un libro conmemorativo de Lennon -500 pesos- con distinta memorabilia, incluidas versiones facsímiles de algunas canciones. Si viene Watching the wheels, lo llevo (People say I’m crazy); Bowie casi brilla por su ausencia, los que se venden ya los tengo. Se me olvidan los discos pendientes que había prometido regalarme y salgo con las manos vacías, tal como un boxeador que ganó una pelea comprada.
Pienso en hace cuánto no voy al cine, y para mi sorpresa, veo que exhiben una de Jim Jarmush: Flores rotas. Entro. La tercera fila, mi favorita, vacía. De pronto me asaltan miles de recuerdos, me veo a mi mismo en mis años universitarios, cuando quería ser cineasta y aplicaba el método de Wim Wenders. Es decir, cómo no estudiaba cine, mi escuela eran todas las salas a mi alcance. Me recordé faltando a clases –Ciencias de la Comunicación- y yendo diario a los distintos cine clubes de la UNAM, la librería el Sótano, la sala (San) José Revueltas, la cineteca, el cine Mariscala y varios más (los hermanos Almada también me dieron valiosas clases: cómo no hacer cine). Me recuerdo con mis amigos y mis novias de entonces. Me veo guapo y delgado, sonriente, disimulando dulces erecciones cinematográficas, besando a M, F y A (no diré sus nombres). Cada una en distintos momentos de mi vida, por supuesto.
Me veo con M, la mujer discreta, inteligente y seductora, mordiendo su oreja en Casablanca: “Here’s looking at you kid”; con F -mi siempre hermosa F- tan bella por fuera como por dentro, cinéfila más avanzada que quien esto escribe, sensual y más divertida que nadie: “Nobody expects the Spanish Inquisition”; y con la ronca y sexy A, gemela de Sharon Stone, con ella me veo tomado de la mano, viendo –y viviendo- una historia de Dickens: "It's my heart, and its broken".
Ahí estoy, con ellas (y con la primera de todas, la loca peligrosa –y pelirroja- de C), mujeres que se cruzaron en mi vida y la cambiaron con su toque mágico. Me veo con ellas y casi escucho el ronroneo de un cinematógrafo que mientras yo bebo de sus labios, me bautiza como cinéfilo, mediante imágenes inolvidables: Michael Corleone cuando se corona como padrino, Rick Dekard dándose cuenta que es un Réplico, Jim Stark saltando del auto antes que llegue al barranco y el bello Marcelo, al momento de azotar a sus concubinas, asistido por Wagner. Termina el flashback y desaparece mi harem.
Robert De Niro engordó para ser Jack La Motta en Toro Salvaje, yo lo hice para interpretarme a mí mismo a la edad de 31 años. Y ahí estoy, en la sala, sin nadie a mí alrededor. Borracho y con agruras. De pronto me siento solo, extraño a mi versión joven y pienso en lo agradable que sería estar en esa sala con mis antiguos amores y mis viejos amigos ¿Habré perdido mi encanto? ¿Tuve encanto alguna vez? Sonrío para mi mismo y me lamento por no haber pasado de contrabando alguna bebida punzocortante, de haberlo hecho, hubiera brindado con ese Rogelio medio puto que bebía como fichera para no emborracharse. Y me habría sobado la panza, diciéndole que el encanto sigue aquí, más discreto, pero también más efectivo. Él me habría pedido consejos para que su noviazgo con F no se le escurriera de las manos como un pez vivo. Y yo me había hecho pendejo para robársela, para seducirla con mis artilugios licántropos que he refinado con el tiempo.
Aunque quizá me habría rechazado como B –con quien estuve en este mismo cine, en Altavista- y otras tantas. Comienza la película, y sin saberlo, estoy a punto de ver una obra de arte, misma que será motivo de mi próxima entrega.
Entonces llego a Altavista y desciendo del colectivo. Bye, bye, nazi eyes.
Camino a la plaza, rumbo a Tower Records (PELIGRO, PELIGRO) en mi cartera –arropada y protegida- mi tarjeta de débito espera el momento de saltar al mostrador como un perro rabioso. Yo entonces recorro los pasillos y veo un disco en vivo de Gene Loves Jezabel a buen precio (mis manos listas, como las de un cowboy al momento del duelo); encuentro un libro conmemorativo de Lennon -500 pesos- con distinta memorabilia, incluidas versiones facsímiles de algunas canciones. Si viene Watching the wheels, lo llevo (People say I’m crazy); Bowie casi brilla por su ausencia, los que se venden ya los tengo. Se me olvidan los discos pendientes que había prometido regalarme y salgo con las manos vacías, tal como un boxeador que ganó una pelea comprada.
Pienso en hace cuánto no voy al cine, y para mi sorpresa, veo que exhiben una de Jim Jarmush: Flores rotas. Entro. La tercera fila, mi favorita, vacía. De pronto me asaltan miles de recuerdos, me veo a mi mismo en mis años universitarios, cuando quería ser cineasta y aplicaba el método de Wim Wenders. Es decir, cómo no estudiaba cine, mi escuela eran todas las salas a mi alcance. Me recordé faltando a clases –Ciencias de la Comunicación- y yendo diario a los distintos cine clubes de la UNAM, la librería el Sótano, la sala (San) José Revueltas, la cineteca, el cine Mariscala y varios más (los hermanos Almada también me dieron valiosas clases: cómo no hacer cine). Me recuerdo con mis amigos y mis novias de entonces. Me veo guapo y delgado, sonriente, disimulando dulces erecciones cinematográficas, besando a M, F y A (no diré sus nombres). Cada una en distintos momentos de mi vida, por supuesto.
Me veo con M, la mujer discreta, inteligente y seductora, mordiendo su oreja en Casablanca: “Here’s looking at you kid”; con F -mi siempre hermosa F- tan bella por fuera como por dentro, cinéfila más avanzada que quien esto escribe, sensual y más divertida que nadie: “Nobody expects the Spanish Inquisition”; y con la ronca y sexy A, gemela de Sharon Stone, con ella me veo tomado de la mano, viendo –y viviendo- una historia de Dickens: "It's my heart, and its broken".
Ahí estoy, con ellas (y con la primera de todas, la loca peligrosa –y pelirroja- de C), mujeres que se cruzaron en mi vida y la cambiaron con su toque mágico. Me veo con ellas y casi escucho el ronroneo de un cinematógrafo que mientras yo bebo de sus labios, me bautiza como cinéfilo, mediante imágenes inolvidables: Michael Corleone cuando se corona como padrino, Rick Dekard dándose cuenta que es un Réplico, Jim Stark saltando del auto antes que llegue al barranco y el bello Marcelo, al momento de azotar a sus concubinas, asistido por Wagner. Termina el flashback y desaparece mi harem.
Robert De Niro engordó para ser Jack La Motta en Toro Salvaje, yo lo hice para interpretarme a mí mismo a la edad de 31 años. Y ahí estoy, en la sala, sin nadie a mí alrededor. Borracho y con agruras. De pronto me siento solo, extraño a mi versión joven y pienso en lo agradable que sería estar en esa sala con mis antiguos amores y mis viejos amigos ¿Habré perdido mi encanto? ¿Tuve encanto alguna vez? Sonrío para mi mismo y me lamento por no haber pasado de contrabando alguna bebida punzocortante, de haberlo hecho, hubiera brindado con ese Rogelio medio puto que bebía como fichera para no emborracharse. Y me habría sobado la panza, diciéndole que el encanto sigue aquí, más discreto, pero también más efectivo. Él me habría pedido consejos para que su noviazgo con F no se le escurriera de las manos como un pez vivo. Y yo me había hecho pendejo para robársela, para seducirla con mis artilugios licántropos que he refinado con el tiempo.
Aunque quizá me habría rechazado como B –con quien estuve en este mismo cine, en Altavista- y otras tantas. Comienza la película, y sin saberlo, estoy a punto de ver una obra de arte, misma que será motivo de mi próxima entrega.
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