domingo, junio 22

Divagaciones insomnes 2: vanidad

Tengo 33 años y sigo conservando la capacidad de sorprenderme. Muchas veces he pensado que lo he visto todo y que conozco a las personas, pero la vida se encarga de demostrarme que eso no es cierto. Iba a escribir: “que conozco a las mujeres”, pero eso además de sonar muy pretencioso, podría ser también confuso. Estas divagaciones no sólo se centran en las mujeres, también en los hombres. Y es que nadie se salva de la vanidad. Menos en estos tiempos, que incluso hacen apología de ella.

La primera vez que escuché la palabra vanidad fue cuando niño veía el programa de los pitufos. Como bien sabrán, existía un tal pitufo Vanidoso que pasaba todo el tiempo admirándose ante un espejo. Desde entonces me quedó muy claro lo que es la vanidad. O por lo menos eso creía. A últimas fechas mis percepciones son otras. Y es que con la edad uno deja de dar por hecho todo, y no porque uno lo decida, sino por que la vida te lo pone en frente. Y a esto me refería a lo escrito en las primeras líneas, a estas alturas del partido, todavía hay gente y cosas que me sorprenden.

¿Hasta donde puede llegar la vanidad? Imposible saberlo. Pero lo que si me queda muy claro es que la vanidad no es tan inocua como en cualquier capítulo de los pitufos, cuando el mencionado Vanidoso no cumplía con alguno de sus cometidos por estarse viendo en el espejo. La vanidad es algo muy cabrón porque destruye la vida de las personas vanidosas, así como las de algunos de quienes le rodean.

Los vanidosos (o las vanidosas) utilizan todo lo que esté a su alcance por reafirmarse ante si mismos. Y con ello viven una extraña paradoja. No les preocupa en absoluto usar o perjudicar a otros, si con ello encuentran la sensación de demostrar su belleza o valía ante los demás (ojo, no sólo hay quienes se regodean de su belleza física, también están los que lo hacen de su belleza interior). Es decir, usan a la gente, para reafirmarse ante la gente. Obviamente usan a unos, para regodearse ante otros, pero en medida que los años pasan, la gente crece y los círculos se cierran, cada vez menos gente cae en sus trampas; pues a pesar que los vanidosos y las vanidosas conocen a la perfección cada uno de sus gestos e inflexiones, sabiendo tocar las fibras de los demás con sus actuaciones; suelen menospreciar la inteligencia de su público. Y aquí viene lo increíble del asunto, cuando se saben expuestos, se ponen a la defensiva. Se dicen lastimados porque no se les cree una mentira.

Decir que la vanidad está ligada a una baja autoestima no es descubrir el hilo negro, lo menciono para no dejar nada por sentado. Los complejos de inferioridad y superioridad son caras de la misma moneda, un mecanismo de defensa con el que el vanidoso o la vanidosa distorsiona la realidad.

Pero bueno, también hay de vanidades a vanidades, o como había dicho en el párrafo anterior, de complejos de superioridad a inferioridad. Hay los vanidosos que se victimizan y gritan a los cuatro vientos cuánto sufren, para así, tener la atención que necesitan. Posteriormente se valen de todo para conservar esa atención, si con eso le dan en la madre a sus afectos o sus amistades, no importa, ya caerán otros incautos. Lo inaceptable para ellos es que se acabe la atención, quienes dejan de atenderlos, salen inmediatamente de sus vidas.

Hace muchos años escuché la frase de “es un encantador de serpientes”, y también hasta ahora entiendo lo que es un encantador de serpientes; aquel que te hipnotiza diciéndote lo que quieres escuchar (la materia prima del vanidoso es el ego, lo saben manipular perfectamente), entonces uno se dice interiormente “que bien me conoce, somos almas gemelas, es como si me viera frente a un espejo”. Sin embargo toda esta miel en los oídos tiene su precio, y tarde o temprano el precio se cobra, y el vanidoso grande se come al chico.

Lo malo –para el vanidoso-, es que el estómago de la vanidad nunca se llena.

También están otros vanidosos menos perversos, mas no por eso menos nocivos, que más que atención buscan la aprobación de los demás. Éstos últimos llegan a complacer a tantas personas, que modifican su conducta hasta el límite (o por encima del límite), y terminan por vivir vidas distintas, con tal de que los demás sigan alabando su belleza exterior o interior. Pero como dice el dicho, no hay mal que dure cien años ni santo que los aguante.

Para cerrar estas divagaciones con broche de oro, me permito utilizar dos cuentos increíblemente buenos del maestro Augusto Monterroso, “El espejo que no podía dormir” y “La Rana que quería ser una Rana auténtica”. Yo no se ustedes, pero yo si he conocido muchos espejos y muchas ranas de esta clase.

El espejo que no podía dormir

Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.


La rana que quería ser una rana auténtica

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.

Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó en que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.

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